Una guerra que no es una guerra
La metáfora de la guerra se ha instalado en la gestión de la crisis y está recibiendo críticas desde diferentes posiciones, así como la participación del ejército. Endika Zulueta, que en su día fue insumiso, hace una crítica sin piedad tanto al uso de la terminología como a la presencia de mandos militares en la rueda de prensa de Fernando Simón aquí.
Lakoff y Johnson, en uno de los trabajos seminales para entender las metáforas y su implicación en el juego político (que después Johnson desarrollará en No pienses en un elefante) explican que la metáfora, al hacer su tarea comunicativa de expresar una cosa en términos de otra, resalta algún aspecto de la realidad y termina oscureciendo o eliminando otras. Precisamente ponen el ejemplo de “la discusión es una guerra”, una idea que genera metáforas como atrincherarse en posiciones, crear frentes o plantear batallas. Los elementos cooperativos de la discusión (un término que en castellano tiende a opacar su elemento argumentativo frente al componente de enfrentamiento) desaparecen del todo en esas metáforas.
En este caso, la elección por parte de los gobernantes de países democráticos del término guerra se hace para dejar constancia de dos elementos que emparentan esta crisis sanitaria y la confrontación bélica. Primero de todo, que te puede matar. Parece obvio, pero en mi entorno de personas educadas y con acceso a los medios aún hay gente capaz de relativizar tanto el alcance de la pandemia como su letalidad. Como si las UCIs desbordadas fuesen una construcción de los medios, un documental fake rodado con no sé sabe qué extrañas ambiciones de control social.
En segundo lugar, la metáfora funciona porque ambas realidades requieren de medidas drásticas que afecten a la población. ¿Cuándo fue la última vez que se recluyó en sus casas a oda la población española? Posiblemente nunca a excepción de los toques de queda de la guerra civil. Desde luego, yo no las he vivido en mis 48 años de vida.
No es que la metáfora apele al miedo: es que la gente tiene miedo. Sobre todo, porque no sabemos lo que va a pasar mañana y manejar la incertidumbre se nos da mal, puesto que nuestras vidas se basan en la presuposición de que lo que ayer era de una manera mañana será igual («la estructura del mundo puede suponerse constante y mis experiencias anteriores siguen siendo válidas, según Habermas)
Personalmente, ver al Ejército hacer su trabajo, aquel que le han encomendado las autoridades civiles, me parece estupendo. Movilizar al ejército transmite la idea de que el Estado está movilizando todos sus recursos. Y en esta ocasión los militares no llevan armas, sino otros útiles que permiten desinfectar aeropuertos o residencias de ancianos dejadas de la mano de Dios por empresas rapaces y administraciones consentidoras. Sólo el ejército tiene la capacidad de movilizar con urgencia el personal y los recursos para construir un hospital de 5500 camas en medio de un pabellón de ferias.
Es posible que la aparición de Fernando Simón acompañado por mandos militares sea una apelación a la autoridad, pero cuando uno ve que a la salida de Valencia se generaban el viernes atascos para salir a las segundas residencias, o que la gente sale a correr como si no pasara nada mientras sus vecinos estamos confinados en casa desde hace una semana, la sensación de que hay gente que necesita de al menos un tirón de orejas es difícil de evitar.
Decía Foucault que el cuidado de si mismo es la primera condición que se precisa para generar una sociedad democrática; solo quien tiene lo suyo resuelto está en condiciones de preocuparse por los demás y llevar a buen término esa virtud cívica. Es por eso que en los aviones te dicen que si la cabina se despresuriza primero debes ponerte tú la mascarilla y después ayudar a los demás. Es por eso que el primer deber de los sanitarios es cuidarse de las medidas de protección. Cuidar de uno mismo requiere disciplina, esa que tienen los atletas, los aventureros o los opositores: imponerse obligaciones y velar uno mismo por su cumplimiento.
La disciplina grupal es más complicada, porque no depende de la voluntad de uno, y esta a veces entra en conflicto con las normas del grupo y las ambiciones de los otros. Discutir las normas es esencial en una sociedad democrática. Pero en situaciones extremas entretenerse en la discusión no es buena idea. Tener una Unidad Militar de Emergencias que acata órdenes permite movilizar muchos brazos en un instante y ser eficaces en la respuesta, a instancias de una autoridad civil que sí nace del debate y está expuesta a la crítica.
Exigir disciplina a los ciudadanos, pedirles que cumplan las normas excepcionales de este periodo excepcional, no está reñido ni con la buena vida comunitaria ni con la solidaridad. Las comunidades de vecinos se han inundado de carteles que ofrecen ayuda para salir a comprar o a por medicinas, los canales digitales han puesto a disposición de la gente recursos para que este encierro sea algo más llevadero.
Hasta donde yo sé, no se han limitado mis derechos más allá del de movilidad, y creo que las razones han sido expuestas y se justifican. Volver a dar la matraca con el rechazo al ejército y a la autoridad y a la disciplina desde la izquierda, apelando a no se sabe qué derechos coartados, es volver a las catacumbas de la izquierda. Pone, una vez más, en evidencia que el lenguaje de la ideología habla por nosotros, y nos impide acercarnos a otros ciudadanos que están en otras coordenadas ideológicas (o en ninguna). Aquellos que sí tienen miedo, que reclaman que se haga cumplir la ley, porque esta vez nos jugamos la vida.